Ir a la playa con niños te hace darte cuenta de muchas cosas. No sé por qué la idea de ir a la playa despierta en las personas tanto entusiasmo. En mí, la primera. Y no me refiero a una desierta playa del Caribe, de arenas blancas y aguas turquesa, donde las palmeras se inclinan sobre el mar desafiando la gravedad, no. Me refiero a una playa de esas masificadas, de arenas grises y aguas turbias, donde lo único que se inclina sobre el mar y desafía la ley de la gravedad son tus carnes después de tres embarazos. Todos los años estoy deseando ir, y todos los años estoy deseando IRME.
Claro, que no es lo mismo el recuerdo que tienes de la playa de cuando eras niña: jornada de baño, risas, castillos de arena, colchonetas, correr desnuda por la orilla hasta el atardecer… O de cuando eras chavala: escapada con amigas, lucir palmito, fichar palmitos, horas muertas en el chiringuito… O de cuando ibas con el noviete: besitos en la arena, besitos en el agua, besitos en el chiringuito, correr desnuda por la orilla hasta el amanecer…
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